sábado, 30 de octubre de 2010

El último adiós


Toda la familia y conocidos estaban reunidos. Todos lloraban y nada se escuchaba.
El salón estaba repleto de personas, a pesar de que era un lugar pequeño. El ambiente era depresivo y los rostros angustiosos y apenados se mantenían distantes del difunto.
El ataúd estaba abierto y en el yacía aquel hombre de tes pálida, con la cara rígida y a la vez con una expresión de paz.
Fue su mujer, María,la única en pasar antes de cerrarse el cajón y sólo sus palabras las que se oyeron. Sin lágrimas y con una voz dulce le habló.
- De nada me arrepiento. Te amé y me amaste hasta ya no respirar. Colmaste mi vida de felicidad y aproveché cada momento de ella para agradecertelo. Oh Ezequiel, éramos como dos jóvenes gorriones, enamorados a primera vista. Disfruté verte a los ojos y verte lleno de juventud y vigor. Aprecié abrazarte y sentirte sin importar el tiempo y el espacio. No hubo oportunidad en que no endulzaras las mañanas con tu sonrisa, ni te despidieras del sol con otra. Oh Ezequiel, éramos como el capullo de una flor, como el canto del zorzal, dos enamorados a primera vista. Y para siempre, algo en tu mirada me dijo que debía tenerte.
Nadie habló y talvez nadie la escuchó, ni sus íntimos amigos que tomaban café como si se ahogaran en el llanto, ni sus dos bellas y elegantes hijas que aparecían en todas las fotografías y portaretratos en el hall de la casa.
Al ver la indiferencia de todos los presentes, la mujer se retiró de la sala sintiéndose triste e impotente frente a tal hipocresía y falsedad de todas esas personas que compartieron tantos momentos con su difunto esposo.
Cuando entró a su habitación olfateó un perfume familiar, de pronto, divisó una forma humana entre las sombras y la oscuridad del cuarto asique se volvió hacia el umbral de la puerta y una voz suave dijo.
- Adiós mi dulce niña, compañera de mis aventuras. Mi tiempo aquí ya se cumplió. Estaré contigo siempre, en la tierra que camines, en la brisa que te acaricie y en las estrellas que mires. Gracias por haber encantado mi vida. No sufras ni temas, la arrogancia y la altanería de aquella gente no es razón para que no me despida de mi tierna esposa. Se lo que sientes y no vale la pena, después de todo, siempre seremos tú y yo.
Una luz intensa se vio en toda la habitación y luego se apagó.
María encendió la iluminación del cuarto y se acercó a la ventana a disfrutar del hermoso cielo estrellado que la acompañó aquella noche.

Tal como eres